Hoy, aunque sea por un momento, voy a tratar de que os olvidéis de que el verano ya casi nos ha dejado, que dejéis a un lado el gris del norte, la lluvia y la depresión postvacacional para así poder disfrutar de un post muy mediterráneo y lleno de color…
Poco a poco os iréis dando cuenta de que lo mio con Francia es un vicio, un amor platónico sólo comparable al que le tengo a Escocia.
Puede que esta obsesión por Francia y todo lo que desprende aires franceses venga de haber crecido robándole los discos de Jacques Brel y Charles Aznavour mi madre (otra que está perdidamente enamorada de París), o de mi vicio por los dulces (muy en especial por el chocolate y los croissants) y el pan.
Me basta con escuchar a alguien hablar en francés para volverme loca, ponerme a cotillear conversaciones (¡muy mal Sandra!) y a intentar imitar su acento, así que os podeís imaginar la felicidad que siento cada vez que toco tierra francesa y hay cientos de franceses parloteando a mi alrededor…
En ese momento se despierta en mi un ‘no sé qué’ que hace que no me quiera marchar y que no pare de pensar en lo feliz que sería viviendo allí, incluso aunque las innumerables pâtisseries y boulangeries me hiciesen engordar unos cuantos kilos, aún así… ¡sería increíblemente feliz!
Después de todo esto que os he contado, os podréis hacer una idea de lo que disfruté durante nuestra pasadas vacaciones de la pequeña escapada que hicimos hasta el pueblo de Collioure, situado a unos 25 Km de la frontera con España (por Cataluña), en la Côte rocheuse (costa rocosa) francesa.
(No os imagináis lo mágico -y raro- que fue pasear por estas callejuelas mientras un acordeonista tocaba la BSO del ‘Padrino’…)
Este pueblo sirvió como inspiración a numerosos pintores como Matisse o Picasso (entre muchísimos otros), y la razón de por qué eligieron este lugar se hace visible una vez comienzas a recorrer su callejuelas y a contemplar las coloridas fachadas de sus pequeñas casas…
Ahora, la herencia de estos pintores se percibe sobre todo en las numerosísimas galerías-taller de arte que abarrotan las calles (en francés ateliers), así como también en el ambiente bohemio que aún se respira.
Collioure es también conocido por haber sido hogar en el exilio para escritores republicanos durante la Guerra Civil española. Este fue el caso de Antonio Machado, que falleció aquí el 22 de febrero de 1939 y cuyos restos descansan en el antiguo cementerio del pueblo.
Además de la tumba del escritor, podéis visitar el Château Royal (Castillo Real), la iglesia de Notre – Dame – des – Anges, la Chapelle Saint Vincent (Capilla de San Vicente) y ‘le More’, un pequeño barrio de pescadores por donde perderse paseando es un auténtico placer.
Si hay una comida típica en Collioure, esos son los mejillones (moules en francés). Vayas por donde vayas, a la hora de comer verás las mesas repletas de este delicioso molusco.
Y sí, digo delicioso, porque pese a la fama de los mejillones gallegos y del Cantábrico, los mejillones de esta zona están (por lo menos) igual de increíbles, para mi incluso más sabrosos que los de por aquí (hay que saber reconocer las derrotas…)
Como bien dijo Henri Matisse…
“No existe en Francia cielo más azul que el de Collioure… sólo tengo que cerrar los postigos de mi ventana para conservar en mi alcoba todos los colores del Mediterráneo”.
3 comentarios
Despues de este estupendo ,fantástico y descriptivo relato …QUIERO VISITAR COLLIURE !
¡A ti te iba a encantar segurísimo! Así que ya sabes, en una visita a Barcelona, coges y te escapas un par de días hasta allí, que está a apenas dos horas en coche jeje